Hay algo en la temporada de los Golden State Warriors, en los dos últimos años de los Golden State Warriors, que les hace parecer la Gloria Swanson de El crepúsculo de los dioses. Draymond Green en su desesperación, en sus arrebatos de violencia. Klay Thompson en su frustración de no ser lo que era y lidiar con lo que ahora es. Hasta Steve Kerr tiene algo de Max, de Erich von Stroheim, el mayordomo que algún día fue director de Norma Desmond, además de su marido, y vive luego cuidando su decadencia, poniendo velos entre ella y la realidad. Con el trabajo imposible de que se pudra más de lo que ya se ha podrido.
Y quizás Curry solo sea Joe Gills. Porque, a veces, en sus miradas perdidas desde el banquillo cuando pierden otro partido más, semeja que se acaba de despertar de un sueño de muchos años y muchos anillos, y que su superdeportivo ha embarrancado en la misma casa que todos los otros. Y solo ve una mansión en decadencia, una piscina vacía, parades desechas, cerraduras extraídas de las puertas. Solo ve el fantasma de lo que fue, el deterioro que ahora es. Y puede que quiera salir.
Pero puede, también, que ya sea demasiado tarde si no quiere morir tiroteado antes de coger la puerta para dejar todo atrás.
Y el nuevo pabellón de los Warriors, el Chase Center, tan moderno y tan nuevo y tan de todo al lado rico de la Bahía de San Francisco, no es la mansión olvidada y ajada de Norma Desmond. Es todo lo contrario. Pero, de alguna manera, en 2024 tienen el mismo aire.
En El Crepúsculo de los dioses, Billy Wilder dejó el retrato de la decadencia de la gran estrella del cine mudo, olvidada por el nuevo Hollywood de los años 50. Un Hollywood que se centraba ya en los jóvenes, en la palabra, en todo lo que no era la pura expresión. Y convirtió a Gloria Swanson —precisamente una antigua estrella del cine mundo— en la Norma Desmond que inmortalizó los aires de grandeza, la negación de la realidad, la caída de una estrella que se niega a caer. La antigua gran actriz que sigue viviendo en su ensoñación de que todavía lo es.
Con una banda que toca para ella sola en Nochevieja. En una casa de paredes marchitas. Entre miles de cartas que su mayordomo Max le envía en nombre de supuestos fanáticos. Con esa frase que lo resume todo:
“Yo sigo siendo grande, son las películas las que se hicieron pequeñas”.
Los Warriors del 2024 viven en el dilema de Gloria Swanson. Su grandeza se conjuga en pasado, la casa se marchita, los autoengaños se repiten. Pero, ¿en serio se puede hacer algo más? ¿No es más fácil, quizás hasta mejor, creer que pueden llegar a volver a regresar a ser lo que eran? ¿Cualquier cosa antes que dejar a un lado el orgullo y aceptar que ya no lo son? Porque habiendo sido tan grande como ellos, ¿quién no creería que puede volver a hacerlo, por mucho que lo objetivo muestre que es imposible?
Sucede que yo, este año, he visto más partidos de los Warriors que nunca. Por alguna extraña razón, me he hecho más de ellos que nunca ahora que han empezado a perder, a sufrir, a caer. Será que la decadencia es atractiva, o que los crepúsculos de la vida nos atraen tanto como los del sol, y nos quedamos ahí pegados, y de hecho parece un sacrilegio no quedarse hasta que se haga completamente de noche. Porque, aunque Gloria Swanson diga que las estrellas no tienen edad, lo cierto es que sí las tienen. Y cuando más espectaculares son, quizás, es cuando se mueren.
Este año, me pongo cada semana enfrente del televisor a ver cómo estas mueren. A ver a Klay Thompson y Draymond Green disfrazados Normand Desmond. A Steve Kerr caracterizado como Max. Y quizás soy como ese enjambre de periodistas, policías, vecinos y stalkers que llegaron a aquella mansión ajada de Sunset Boulevard, Hollywood, cuando el drama se consumó. O, por qué no, yo soy Joe Gills, y mi coche ha llegado a esta mansión que son los Warriors de 2024. Y no me voy porque hasta Joe Gills, en todo su cinismo, pensó por un momento que Norma Desmond podía volver a ser la estrella que era. Pensó que era un afortunado de estar allí, aunque fuese demasiado tarde.
Draymond Green, Klay Thompson y Stephen Curry bajan por las escaleras de su casa como hacía Norma Desmond. Desnortados, fuera de su tiempo, pensando que lo pueden conseguir. Veo cómo Steve Kerr dirige la representación de la decadencia. Nadie asume que su tiempo ha acabado.
Y se lo agradezco.
Porque, quizás, las estrellas no han nacido para eso. Imagínate qué mundo de mierda donde todas aceptasen su decadencia, donde nos quedásemos sin el crepúsculo de los dioses. El único ocaso en el que todos —ellos, nosotros— tenemos la esperanza que el sol aguante un poquito, otro poquito más, su despedida.