El Dépor: espejo de la historia, picos de drama, tengo miedo
Este sábado comienza el playoff de ascenso a Segunda y, obviamente, estoy asustado.
Hoy no pretendo ser objetivo, siquiera serio, y vengo al más difícil todavía. Porque el mayor reto de esta newsletter no era hacerle una pequeña reverencia al maldito Real Madrid. Era escribir sobre mi equipo, el Dépor.
(Aclaración para los más jóvenes: el Deportivo llegó a ser un equipo relativamente grande, que aspiraba a altas cotas. Vestían de blanco y azul, daba gusto verlos jugar. Quizás eso último no tanto, o no siempre, pero a sus aficionados sí nos daba muchas alegrías. Ahora está en una división llamada Primera RFEF, un experimento montado por un tal Rubiales, un señor calvo confrontado con un facha con cara de vamp… bah, esa es otra historia, que me lío)
El caso es que llegan días clave para el deportivismo. Mañana, sábado día 3 de junio, el equipo recibe en Riazor al Linares, en las semifinales del playoff para subir a Segunda División. Si la cosa sale muy bien, el Deportivo podrá estar celebrando un ascenso el próximo sábado día 10, día de la final. Un paso más para volver a nuestro lugar. Lugar que, de tanta vuelta, sinceramente ya no sé cuál es.
Pero tengo miedo. Porque hace tiempo tuve una revelación: la historia del Dépor es un drama histórico. Si uno lo analiza con minuciosidad, puede ver que sus 115 años de vida están plagados de un ir y venir continuo entre tragedias y metáforas del mundo que nos toca vivir en cada momento.
Espejo de la historia
A ver, que no niego que exista un sesgo cognitivo para definir este caso: el de creer que tú —o, más bien, en el caso que nos ocupa, tu equipo— eres de alguna manera especial, diferente, único. No sé cuál es el término exacto: narcisismo, exceso de egocentrismo, ser hijo único. Se llame como se llame, yo estoy imbuido por él. Creo firmemente que en todos los relatos que han ido formando la cronología histórica del Deportivo hay un hilo que subyace. Una sinécdoque —ojo el palabro— de lo que sucede en el mundo que lo rodea.
No se puede obviar que el Dépor nació en 1906, exactamente el mismo año que la Estrella Galicia. He ahí los dos elementos básicos en la vida de cualquier adolescente, veinteañero, o ser vivo en A Coruña y alrededores. Dos líneas temporales con patrones paralelos: ilusión los viernes, depresión existencial los lunes.
El afán del club por ser espejo de lo que sucede a su alrededor se mantuvo, a partir de ahí, intacto. A mediados del siglo XX, vio surgir a dos de los mejores jugadores de su historia, Amancio y Luis Suárez, para que se marchasen de jóvenes a Madrid y Barcelona. Su talento se fue en los mismos viajes que los cientos de miles de personas que emigraron de Galicia en aquellos años. El equipo quedó instalado en una gris mediocridad, en años de equipo ascensor. Hasta que llegó el milagro del capitalismo.
Porque, ay, amigos, puede que el escudo deportivista represente el pelotazo económico español mejor que el bigote de José María Aznar. Los noventa marcaron el comienzo del desenfreno blanquiazul. Corrían los millones y Lendoiro fue el más listo de la clase. Que si me traigo a Mauro y a Bebeto diciéndoles que A Coruña es como Río, que si te vendo a Flavio y me traigo a Valerón, que si te cuelo a Xisco por un pastón. Genialidades regadas de ron en el Playa Club.
Pero llegó 2011. Las consecuencias de la crisis neoliberal se hicieron patentes, las plazas se llenaron de gente, Merkel modificó a su antojo la Constitución en el mes de agosto para darnos un bofetón de austeridad. Dos meses antes, el Dépor había descendido a Segunda División por primera vez en 20 años. El modelo Aznar, el modelo Lendoiro, a pique como las acciones de Lehmann Brothers.
Tocó a partir de ahí convivir entre el viejo modelo y el nuevo que no acababa de nacer, la tan manida frase de Gramsci, y el monstruo que nos tocó fue Jorge Mendes. Con sus jugadores —por llamarlos algo— vivimos un descenso después del regreso protagonizado por canteranos, entramos en una eterna repetición de los mismos errores, en altibajos deportivos. En un estado emocional propio de un insomne adicto al speed.
El club fue reflejo la inestabilidad de la época. Domingos Paciencia duró menos que Susana Díaz, Fernando Vázquez se hizo un Pedro Sánchez para volver avalado por las bases. Luego alguien lo traicionó, apareció peña que nadie se explicaba cómo había llegado hasta allí —¿Paco Zas? ¿Pablo Casado?— y todo se convirtió en un sindiós casi más difícil de entender que la política española, cosa que es mucho decir.
En su ansia de mimetizar el momento social, el Dépor se marcó el all-in. Porque, ¿qué partido de fútbol representó mejor el impacto de la pandemia que aquel infame Dépor-Fuenlabrada que sigue dando que hablar?
Capacidad para la dramatización
Ese verano de 2020 también fue la prueba de que el Deportivo ya no es solo un camaleón de los tiempos, sino que lo hace con una capacidad superior, innata, para el relato.
Porque el club abre tramas que luego cierra de forma sutil, cual guionista de HBO. Ganó la liga de 20 equipos con menos puntos de la historia (69) en 2000 para luego cerrar el círculo en 2011, con el descenso con más puntos (43) desde que se eliminó la promoción. Alcanzó uno de sus cúlmenes gafando una fecha señalada, la del Centenariazo en el Bernabéu, para luego iniciar el descenso al infierno tras perder la promoción con el Mallorca en la fatídica noche de San Juan de 2019.
Y qué decir del dramatismo. Ascendió en 1991 después de que se incendiase la cubierta de Riazor en el minuto dos. Perdió una liga en 1994 con un penalti al final del partido. Una derrota de la que se vengó un año después, granizada e interrupción de la final durante tres días mediante, levantando la Copa del Rey ante el mismo Valencia que le había chafado la liga. Se salvó de la desaparición en el último día posible en 2013. Y confirmó su caída al más fondo de los pozos en 2020, palmando en casa con, quién si no, el Celta B.
¿Y si todo acaba?
El problema es que ahora, a las puertas del taquicárdico playoff, me entran las dudas. Porque repaso esta temporada y no veo nada que me preocupe en exceso. Una de las mejores generaciones en la historia de la cantera espera su turno, hay gente que sabe lo que hace en la secretaría técnica, el entrenador parece un tipo decente y el equipo femenino se ha salvado hace unos días. Hay, uf, qué miedo, cierta calma.
Claro que ha habido su buena ración de problemas extradeportivos, malas rachas, convulsiones y hasta encuentros aplazados de forma negligente. Porque esto, al fin y al cabo, es el Dépor. Solo esta semana, el ya exentrenador del femenino ha recibido una segunda acusación por comportamientos racistas y las entradas para el partido de Linares no se han podido comprar con normalidad. Todo tan cierto como que club está llevando los vaivenes con cierta cintura, con calma, sin entrar en cambios locos, viscerales, drásticos.
A veces, hasta me asaltan las dudas: ¿y si resulta que ahora nos vamos a convertir en el espejo de una realidad positiva? ¿Y si acabamos por ser otro ejemplo de que la única vía posible en el deporte, si no cuentas con el respaldo de un jeque árabe —o madrileño y dueño de ACS, que vale lo mismo—, es una vía sostenible, paciente, a largo plazo?
No sé, no lo acabo de ver. Me ocurre con esto como a una persona amiga mía con las relaciones sentimentales. Estas suelen ser un continuo de peleas, momentos felicísimos, enfrentamientos chungos, éxtasis de amor, nuevas promesas de felicidad y regresos a la casilla de salida. Toxicidad nivel Chernóbil. Pero cuando se le pregunta por qué no buscarse una relación normal, la respuesta es clara: “Yo creo que me aburriría”.
Por eso le tengo miedo a este fin de semana. Porque, en el fondo, confío en que esto sea un paso más hacia una sosegada, tediosa y aséptica tranquilidad. Hacia un Dépor que llegue a su sitio, sea cual sea. Hacia un equipo alejado de tanto histrionismo, con el que podamos envejecer. Pero si eso se cumple, después habernos acostumbrado a todo esto, yo también creo que nos aburriríamos.
Depor, te quiero igual!