Estoicismo Roglic para afrontar la vida
El esloveno es un ciclista de diez, o de ocho y medio, pero como filósofo en la Antigua Grecia también le iría muy bien.
Hace unos días, mientras veía la última etapa de la Itzulia con mi amigo Saúl, se nos dio por hablar de Roglic. De lo mucho que mola Primoz Roglic, que de ser boxeador sería encajador de lujo, a lo Homer Simpson.
Porque Roglic es un ciclista que ha ganado mucho, pero cuya figura irá siempre asociada a aquella derrota en la Planche des Belles Filles. Que sufre golpes y caídas y pájaras de forma habitual, para luego sobreponerse a ellas con entereza. Que pese a esa aura calamitosa, aciaga, catastrófica que lo acompaña, siempre tiene la capacidad de mostrarse como una persona realizada, de no frustrarse demasiado ante la adversidad.
Y en esa conversación, decíamos: este Tour, el de 2022, es su oportunidad para saldar la deuda. La que la vida, la Planche y Pogacar le dejaron en 2020, y que todavía no ha cobrado de vuelta.
Menos de una semana después, una noticia empezó a llevarnos la contraria. Primoz Roglic deberá guardar reposo por problemas en la rodilla. No estará en la Lieja-Bastoña-Lieja de este domingo, tampoco competirá hasta el Dauphiné, ya en junio. Y la duda —porque las dudas siempre orbitan en torno a Roglic— es si podrá estar al 100% para el Tour de Francia.
La opción más plausible es que por su edad, por la competencia, por sus limitaciones, por Tadej Pogacar, o por lesiones como esta, Primoz Roglic se retire sin ganar un Tour de Francia. Sin rellenar ese vacío tan llamativo de su palmarés.
Lo consiga o no, Roglic ha logrado algo igual de difícil. O incluso más.
Una carrera a tumbos
En el primer artículo de Coast to Coast dije que, para mí, el ciclismo es el deporte que mejores paralelismos hace con la vida. Y nosotros, la gente normal, la inmensísima mayoría que tenemos nuestros picos y valles, que no somos unos genios, o unos superdotados, o unos futbolistas y comisionistas y nietos de un exvicepresidente del Barça, deberíamos considerar a Primoz Roglic como un referente. Un pensador estoico de andar por casa, sencillo, que quizás no escribe, pero que filosofa por el asfalto.
Tadej Pogacar, su némesis y kryptonita, puede ser todo lo que quiera y más, pero no ese tipo de referente. Tiene demasiado talento, es el mejor de forma indiscutible casi desde que empezó a competir. Solo podría ser un modelo para aquellos que tengan el objetivo de convertirse en personas ambiciosas, infalibles, imparables, incontestables, imbatibles, sin límites. Para aquellos, pues, que opten por frustrarse.
Roglic es todo lo contrario. Es mundano. Muy talentoso, pero no tanto. Con una biografía con la que resulta más fácil empatizar: altas expectativas, bajones, reinvenciones, luchas, aprendizajes, victorias que dejan posos de duda hasta que un nuevo triunfo los desmiente y un costalazo los resucita. En cierto modo, Roglic se parece más a nuestra vida.
El esloveno llegó tarde al ciclismo desde los saltos de esquí. Se llevó su primer palo gordo en el Giro de 2019, para compensarlo ganando su primera Vuelta a España a los meses. Comenzó a tope el 2020 y llegó al Tour de Francia como máximo favorito, pero la historia es conocida: todo iba bien, hasta que catapum. Pájara ya mítica en la cronoescalada en la Planche, Roglic que desfallece al cruzar la meta, casco descolocado, su rostro que explicaba que había perdido el Tour antes de que ningún cronómetro lo confirmara.
Ahí, el nombre y la cara de Roglic se podrían haber encadenado de forma definitiva e inexorable al de la tragedia, pero no.
A las semanas ganó una Lieja-Bastogne-Lieja por centímetros. En septiembre regresó a la Vuelta a España para ganarla, con dudas, claro. Y pese a que la deuda con el Tour tampoco se saldó en 2021 —se retiró tras una caída, para luego rebotar hasta llevarse el oro de crono en Tokio y su tercera Vuelta—, es como si aquella derrota hubiese desatado un proceso en su interior. Uno por el que, tras cada revés, tras cada habitual batacazo en París-Niza o en la Itzulia o donde sea, a Roglic se le ve más realizado, más sereno, más equilibrado. Más estoico.
Filosofía estoica para regalar
José Carlos Ruiz, genial divulgador filosófico para dummies como yo, suele hablar del estoicismo y de la capacidad que ofrece para afrontar la vida. Una de sus bases sería dividir lo que depende de uno mismo y lo que no. Porque cada uno tiene la capacidad de marcar sus aspiraciones, de conocer sus límites. ¿Pero qué no depende de uno? Gran parte de los contratiempos. Las opiniones externas. Y los logros del resto, que no deben influir a la persona a la hora de marcar sus metas.
No sé si Roglic ha leído mucho a Epicteto, a Marco Aurelio, o al mismísimo José Carlos Ruíz, pero su carrera, al menos desde la Planche des Belles Filles, es un tratado de estoicismo. Como si tras aquella bofetada hubiese encontrado la serenidad que le permite asumir golpes y reflotar en cada Vuelta. Consciente de que hay cosas más grandes que él, llámense Pogacar, llámense lesiones, llámense caídas. De que las hostias y los bajones son parte del juego. Y de que por mucho que las expectativas, el entorno, los datos y los expertos le susurraron que podía ser más grande, él puede sentirse realizado con lo que es.
Lo que hace a Roglic un modelo es su capacidad para lidiar con una imperfección que se parece a la nuestra. Porque todos tenemos nuestra propia colección de logros y golpetazos, de llegar tarde a algunos sitios y nunca aparecer por otros donde se nos esperaba, de decepciones y enormes alegrías. De cosas como Pogacar que son superiores a nosotros mismos y ante las que no podemos hacer nada. De pérdidas que nos marcan más que cualquier victoria.
Roglic es un referente por aceptar que no ha sido lo mejor pero que tampoco ha estado mal; por recortar las jugarretas de la vida con esa cintura, con esa elegancia, con esa serenidad. Por mostrarnos que si este año tampoco ganamos nuestro particular y maldito Tour de Francia, qué coño, siempre habrá una Vuelta a la que volver para curarnos las heridas.