Hace tiempo que el tema del que voy a escribir se desvaneció de las portadas, pero qué más da. Quizás hasta sea mejor así: hacer del llegar siempre tarde una filosofía de esta newsletter. Es mejor, y más fácil, analizar las cosas a agua pasada.
El caso en cuestión es el de Jorge Vilda y la selección española de fútbol femenino, y, para abordarlo, voy a parafrasear a uno de los pensadores más destacados de nuestra época. Uno que marcó un antes y un después en el descalabro como líder, en el verse sobrepasado por su propia ambición, la desconsolidación de un proyecto y la venta de humo (y en el de, por supuesto, colocar a tremebundos personajes como segundos de a bordo).
Va por ti, Albert:
¿Lo escuchan? Es el fracaso.
Porque esta es la frase que, entre líneas, leí en su momento en reportajes, declaraciones, portadas y entrevistas sobre la noticia deportiva que marcó el principio del otoño: la renuncia de 15+3 jugadoras a formar parte de la selección española de fútbol por su descontento con el seleccionador Vilda y los métodos de su cuerpo técnico.
Se escribió largo y tendido sobre el asunto. Altavoces afines a la RFEF —que son muchos— soltaron estupideces y machistadas varias para llegar a la misma conclusión: que las jugadoras eran unas caprichosas. Otros, más decentes, buscaron y publicaron informaciones sobre Jorge Vilda que justificarían la renuncia de las jugadoras. Una trayectoria profesional insuficiente, métodos anticuados, derrotas en cada eliminatoria disputada bajo su dirección, insinuaciones de acoso laboral a jugadoras y compañeras.
Sin embargo, creo que el foco del debate se puso desde un primer momento en un lugar equivocado. Porque no se trataba de una cuestión de dirimir quién tenía razón o no, si las jugadoras o Jorge Vilda. Más bien, la renuncia de las primeras era algo autoconclusivo: era la prueba de que Jorge Vilda había fracasado.
Y me explico.
Salvo el acoso laboral, que eso sí ya es un tema aparte, nada es tan importante en este caso como que Vilda haya sido un entrenador al que sus jugadoras hayan renunciado. El de si hizo esto o lo otro, o si sus méritos son estos o aquellos, es contexto para explicar su descalabro, nada más. Porque el trabajo de un técnico no puede ser bueno, ni regulero, ni siquiera un pelín malo, cuando ha suspendido su asignatura más básica: la de liderar y convencer al grupo que tiene a su cargo.
Si una generación así, llamada a cotas importantes, prefiere la nada antes que estar bajo tu mando, no hay vuelta de hoja ni explicación necesaria ni debate sobre quién es el responsable. El fracaso es tuyo como entrenador, pues tu trabajo era precisamente el contrario.
Solo una suma de factores pueden explicar que el madrileño continúe en su puesto hasta el Mundial de 2023. Primero, una sorprendente ausencia de autocrítica y orgullo profesional por su parte. Segundo, una situación federativa en la que Vilda es su propio director deportivo, amén de asambleísta, situación que ha sido bien retratada por Kike Marín en El Confidencial. Y todo ello se une a un panorama mediático de coña, cuyo gran ejemplo es esto que cuenta la periodista Danae Boronat en un hilo de Twitter.
Pero, en segundo plano, y ya por ponernos a reflexionar, creo que este es un buen ejemplo de una vieja forma de entender el puesto de entrenador que se ha ido derrumbando en los últimos años. Un cambio que, seguro, ha ido de la mano de los que se han producido fuera del deporte, en el mundo real, y que ha convertido la relación de los técnicos con los jugadores en una más vertical y menos horizontal. Una donde el convencimiento le ha ganado la batalla a la jerarquía.
Y aquí es cuando paso a hablar de entrenadores, ya en general.
Entrenador viejo VS entrenador nuevo
Porque cualquiera que haya practicado algún deporte de equipo desde joven, lo siga haciendo y tenga más de, no sé, 25 años, habrá notado este cambio. Como si se hubiese creado un nuevo contrato entre entrenadores y jugadores. La jerarquía por la jerarquía, las órdenes porque sí, los gritos funcionan cada vez menos. Ahora, se trata de convencer, de gestionar un grupo, de inteligencia emocional. Y si esto pasa a nivel amateur, qué decir del mundo ultraprofesional.
En la NBA y la WNBA se le llama power empowerment —a costa de empoderar a personajes como Kyrie Irving—, aquí algunos prefieren hablar de jugadoras caprichosas, pero el fondo es el mismo: un cambio en la forma en la que se ejerce el poder en un equipo. El entrenador ha pasado de tener una autoridad incuestionable, absoluta, como uno de esos reyes a los que acabaron guillotinando; a tener que rendir cuentas, a dirigir más por mérito, liderazgo y convencimiento. La jerarquía de los equipos entre jugadores y entrenadores, decía, ha pasado a ser más horizontal que vertical.
¿Ejemplos de éxito? Muchos.
El clásico, por supuesto, es Phil Jackson, tan bien retratado en su relación con Rodman, Jordan y Pippen en The Last Dance. Pero en 2022 hemos tenido a unos cuantos. A Steve Kerr, capaz de llevar con mano izquierda a Draymond Green y poniendo en muchas ocasiones el interés general por encima de su autoridad, cuestionada por Draymond en más de una ocasión. A Glenn Solberg, seleccionador sueco de balonmano, que suele dar un paso al lado para dejar hablar a Jim Gottfridson en los tiempos muertos —algo que solía provocar las risas de los comentaristas españoles, hinchas de esa selección a la que, jiji jaja, Suecia le ganó la final tras un tiempo muerto dirigido por Gottfridson—. O, por qué no, está el mismo Sergio Scariolo, que explicó tres mil veces cómo se había adaptado (y con éxito) a ser un gestor de egos en una selección de estrellas cuando él, como se vio en el Eurobásket de 2022, tenía recursos para ser más que eso. Solo que, durante años, colocó el bien común, la consecución de un objetivo, por encima de la imposición de su jerarquía.
Sí, lo hemos escuchado bien
Lo que hacen Glenn Solberg, Sergio Scariolo y Steve Kerr es ser un buen entrenador bajo lo que, yo interpreto, es el prisma moderno bajo el que se debe ver tal trabajo. En los tres casos, la vieja forma de verlo, que hacía que la palabra de un técnico fuese incuestionable, queda en un segundo plano, o en un tercero, para dar paso a lo importante: la gestión de un grupo para alcanzar una meta.
Por el contrario, Jorge Vilda ha fallado en ese objetivo último —que su equipo compita al nivel que se le espera— y, sobre todo, en el camino que suele llevar a ello —liderar, convencer al grupo—.
A partir de ahí, no sé si es que Rubiales, la RFEF y altavoces afines ven el mundo bajo el prisma del pasado o es que, simplemente, prefieren hacerlo, porque les compensa más. Sea como sea, su visión se resume en que las 15 jugadoras que han renunciado a la selección se han saltado la jerarquía, y que eso es imperdonable. Es la vieja caverna del absolutismo.
En cualquier caso, ganen lo que ganen a partir de aquí, por muchos años que sigan encaramados al poder, lo yo que siempre escucharé al recordar este capítulo de Jorge Vilda, ahí, de fondo, es eso: el fracaso.