La historia siempre tiene la capacidad de ser cruel, pero con algunos se ceba en particular. Se ceba, por ejemplo, con esos a los que les planta delante un camino ancho hacia el futuro. Señalizado, abierto al paso, sin nadie ni nada que parezca impedir el paso. Un camino de ensueño, el que todos querríamos recorrer en lo que nos queda de vida, la vía perfecta hacia lo que cada uno sea que quiera conseguir.
Pero, decía, se ceba con esos a los que, de repente, pum. Empujoncito, el camino perfecto que desaparece, la víctima en cuestión que se ve en medio de las zarzas, de lo oscuro, en un lugar mucho peor que el que le prometía el camino previo. Como con el espejismo de un oasis en medio del desierto, el que antes veía la gloria a unos pasos ahora solo ve oscuridad, miseria, la nada.
Y sí, claro, estoy pensando en Wout Van Aert.
Solo hace falta recordar a Faut, como le llaman los que saben, a finales de la temporada 2020, la del año rarito ese. Venía Van Aert de ganar Strade Bianche. Bien. De Ganar Milán-San Remo. Muy bien. De llevarse dos etapas en el Tour de Francia y ser gregario de lujo para Primoz Roglic la temporada que casi. Y aunque terminó el año con segundos puestos, cada uno más amargo que el otro —el Mundial de crono tras Filippo Ganna, el Mundial de ruta tras Julien Alaphilippe, el Tour de Flandes tras su némesis Mathieu van der Poel, —, la conclusión del universo ciclista era unánime. Van Aert tenía todavía 26 años, llevaba poco en el ciclismo de carretera, era una cosa sin igual, andaba en montaña, esprintaba, subía, bajaba, rodaba.
Van Aert lo hacía todo. De maravilla. Van Aert lo iba a ganar todo. Parecía. El camino tenía enfrente lo iba a llevar en pocos kilómetros y sin coger ningún desvío hacia lo más alto.
Pero la historia puede ser cruel. Y con algunos se ceba en esas encrucijadas que siempre nos plantea. Lo explica, en Sapiens, el historiador Yuval Noah Harari: “Cada punto de la historia es una encrucijada. Un único camino trillado conduce del pasado al presente, pero hay una miríada de sendas que se bifurcan hacia el futuro, algunas de las cuales son más anchas, más regulares y están mejor marcadas, y es más probable que sean las que se tomen, pero a veces la historia (o la gente que hace la historia) da giros inesperados”.
En esa encrucijada de 2020, el camino más señalizado, el más factible, era que Van Aert se acabase convirtiendo en el primer ciclista desde Merckx en ganar los cinco monumentos, que ganase los dos arcoíris a la vez una de estas temporadas. Que, por qué no, intentase ir a por el Tour de Francia algún día.
Solo que no. Desde aquel año, Faut ha vivido como gregario de mega lujo para que otros ganen Tours, ha regalado carreras, ha sido muchas (muchísimas) veces segundo, se la ha pegado contra su criptonita Mathieu van der Poel. Ha cogido ese camino que nadie esperaba que fuese a coger: el de ser buenísimo, increíblemente bueno, pero ganando menos (o peor, quizás, o diferente) de lo que se esperaba.
Esta temporada 2024 se había pintado como una nueva encrucijada para Van Aert. Era el momento. Centrado en solo cumplir con eso que se había augurado años atrás: reventar las clásicas, ganar París-Roubaix y el Tour de Flandes, arrasar en la primavera. Por qué no, asaltar, este año, el Giro de Italia.
Solo que tampoco.
Hace unos días, en el primer enfrentamiento de la temporada contra su archienemigo, Wout vio a Mathieu van der Poel volar de nuevo. Ahora me he puesto a escribir esto porque, a cuatro días del Tour de Flandes, acabo de ver a Van Aert marcharse en camilla hacia el hospital, luego de estromparse en la carretera. Un día después, me enteraré de que se ha roto la clavícula y tres costillas. Adiós al Tour de Flandes de este domingo, adiós a París-Roubaix, puede que adiós a ese Giro en el que quién sabe qué tenía pensado.
En Sapiens, Noah Harari también dice que está muy en contra de las teorías deterministas de algunos (pseudo)historiadores. De esos relatos que revisan el pasado desde el presente para explicar todas sus encrucijadas como si fuesen la única posibilidad que se podía cumplir. Está en contra de decir que, en 1912, era obvio que los bolcheviques, unos revolucionarios que andaban por allí, iban a triunfar con una revolución que tomase el poder en toda toda Rusia. En contra de afirmar que, en el año 306, aquella secta esotérica oriental llamada cristianismo tenía todas las papeletas para convertirse en la gran religión del Imperio Romano. O que, 300 años después, la religión que promulgaban unos cuantos árabes en medio del desierto iba a tomar medio mundo. Y explica, en resumen, que el “determinismo es atractivo porque implica que nuestro mundo y nuestras creencias son un producto natural e inevitable de la historia”. Pero que no es así. Porque la historia es caótica. Y la historia son coincidencias.
Si todo sigue así hasta el fin de los días de Van Aert subido a una bici por carreteras adelante, muchos, deterministas ellos, tendrán la oportunidad de sacar mil quinientas conclusiones extremadamente lógicas sobre por qué no ganó o por qué no hizo esto o por qué no hizo aquello. Que, claro, cómo iba a pasar otra cosa si estaba claro que Van Aert se la iba a pegar, que iba a perder contra van der Poel, que iba a hacer segundo una y otra vez porque le faltaba ambición, carácter, colmillo, gen ganador. Porque le faltaba toda esa infinidad de palabras que, a veces, utilizamos para no reconocer el caos, la suerte, las coincidencias.
Aunque miembro egregio de la iglesia vanderpoelania, yo espero no ser de los que caigan en ello. Espero quedarme con lo que Van Aert fue y pudo ser. Espero pensar que la diferencia entre lo que somos y lo que no hemos sido, en el deporte y no sé si en el resto también, a veces, son casualidades, encrucijadas, coyunturas, caídas inexplicables, caos, infortunios y apariciones de kriptonitas en forma supernovas que solo nacen una vez cada 50 años. Espero recordar que, para valorar a alguien, quizás no solo haya que valorar las sendas que siguió, sino las que algún día estuvo en condiciones de coger.
Cuando mire para atrás espero ver a Van Aert y los caminos que no supo, no pudo, o no quiso caminar. Sacarme el sombrero. Y como el mayor piropo que se me ocurre, reconocer que, pese a todo lo buena que fue su carrera, pudo haber sido mejor.