Luka Doncic, The Last Shot y el peso de las expectativas
Lo que se espera de uno puede ser una mochila muy difícil de levantar.
El lunes conseguí esquivar varias flechas en forma de spoilers para ver en diferido el séptimo partido entre Dallas Mavericks y Phoenix Suns. No es que tuviese dudas respecto a quién iba a ganar. Ya se sabe: Phoenix eran enormes favoritos, el mejor equipo de la liga regular, una división Panzer formando en la puerta de Brandemburgo ante el ejército de Pancho Villa. Pero, claro, la combinación de Luka Doncic y un séptimo partido era tentadora.
Que los Game 7 de la NBA son el súmmum del básket es algo de lo que me convencí ese mismo día. No ya porque se decida la suerte de una eliminatoria en 48 minutos y siempre aparezcan héroes inesperados. Sucede, además, que un séptimo partido funciona como la tercera semana de una Gran Vuelta ciclista: la competición se torna en un ejercicio de fondo, de resistencia. No va solo de ser el mejor —y de serlo bajo presión—, sino de alcanzar ese nivel después de un acumulado ingente de minutos, palos, tiros, bloqueos, caídas y acciones al límite. Las pájaras aparecen; los sobrehumanos, de repente, se vuelven mortales. Y hasta Antetokoumpo falla canastas fáciles debajo del aro.
A Doncic, sin embargo, le dio igual.
La historia es conocida. Doncic y los Mavs masacraron sin piedad a Phoenix en el Game 7. El esloveno acabó con 35 puntos en solo tres cuartos y una sensación de controlarlo absolutamente todo. Sus compañeros lo secundaron atrás y adelante. Y pum, partido histórico: por la paliza y la sorpresa.
Al ver ese partido, retorné a una idea que me llevaba rondando un tiempo acerca del esloveno. De que lo que más sorprende de él no son las estadísticas, ni la dominación, ni la precocidad, ni el estilo, ni la inteligencia. No. Lo más impresionante es la facilidad que tiene para lidiar con las expectativas, con lo que se espera de él y la presión que ello conlleva. Y esto me sirve para hablar de él, pero no solo.
The Last Shot y el peso de Coney Island
Lo que se espera de ellos puede que sea uno de los elementos más crueles con los que lidian los deportistas de élite. Aunque son el reflejo de una posibilidad, quizás el precio a pagar por el talento, el problema de las expectativas es que las crean actores externos: medios de comunicación, aficionados, directivos. Actores que, en el mismo momento que no las vemos satisfechas, o no al ritmo que nos gustaría, comenzamos a atizar a las personas en las que las hemos depositado.
Thibaut Pinot nunca pudo volver a ser el del Tour 2014, Ana Peleteiro atravesó un bache de años antes de la plata de Tokio y fue ahí que Simone Biles tuvo que decir basta. Sabrina Ionescu, la jugadora con más hype en décadas de baloncesto femenino en los EEUU, todavía tiene sus días on, sus días off. Y peor que todos lo tuvo Pete Maravich, que cansado de que todo el mundo esperase tanto de él, prefirió ahogarse en una botella.
Rastreando las historias de unos y de otros, de forma más o menos clara, llegamos a lo mismo: las expectativas, la presión. Y con esas palabras me viene a la cabeza el que, creo, es el libro de baloncesto que más me ha marcado hasta el momento: The Last Shot (1994), del periodista neoyorquino Darcy Frey.
Ambientado en torno al barrio de Coney Island (Brooklyn) y su instituto Abraham Lincoln, The Last Shot relata el último año de educación secundaria para tres estrellas del equipo de baloncesto: Tchaka Shipp, Darryle Flicking y Corey Johnson. Con ese hilo argumental, el libro de Darcy Frey se convierte en una navaja multiusos. Es un retrato magnífico de cómo los guetos afroamericanos de EEUU se agarraron al básket como salvación. Un canto al love of the game neoyorquino. Y, por encima de todo, un relato acerca de la espada de Damocles que pende sobre los tres adolescentes. Sobre cómo lidian con las expectativas, con la presión de estarse jugando la oportunidad de que una universidad importante les reclute y despedirse, para siempre, del gueto.
The Last Shot son chicos perseguidos por universidades y la obligación de sacar buenas notas en institutos olvidados para acudir a ellas. Son camelos de representantes y entrenadores universitarios, son ánimos de vecinos que quieren ver cómo llegan a la NBA. Son celos de padres ante cualquier cosa que suene a despiste. The Last Shot es el abismo de unas calles empapadas en crack y violencia. La presión sobre tres chicos de 17 años, objeto de deseo para negocios multimillonarios, que se juegan todo a una carta.
The Last Shot, como lo pone su autor en las últimas páginas, comenzó como una “búsqueda del sueño negro americano”. Pero acabó por ser “una parodia cruel” de esa idea.
Porque, spoiler, ninguno de los tres protagonistas pudo cumplir las expectativas. Tchaka Rupp pasó dos años por debajo de lo esperado en la Universidad de Seton Hall, se lesionó, y acabó ahí su historia, sin un título universitario ni un contrato en una franquicia profesional. Corey Johnson no sacó las notas necesarias en el instituto, y no tuvo más opción que quedarse en Coney Island. Y Darryle Flicking, el que más complicado lo tenía, pese a todo el trabajo, pese a todo su empeño y su estudio y su mejora en ese último año, murió antes de cumplir los 30. Se cree que suicidado.
Solo un joven compañero de los tres protagonistas, alumno de primer año en la temporada que narra el libro, llegó a cumplir parte de las expectativas: se llamaba Stephon Marbury. De ahí que The Last Shot sea casi un prólogo perfecto para la historia de Starbury en Coney Island, en la que libremente se basaría Spike Lee con He Got Game, probablemente la mejor película de básket jamás rodada. Pero su historia es una de altibajos. Por la que la presión y las expectativas no cumplidas también se pasaron a cobrar sus deudas.
Doncic, saltador de expectativas
La vida de Luka Doncic nada tiene que ver con la de un chico de Coney Island en los noventa. Su padre era jugador profesional de baloncesto, Ljubliana no sufría en 1999 las consecuencias de la epidemia del crack y las guerras entre bandas. Pero por mucho su espalda estaba más preparada para llevar esa mochila, Doncic ha tenido que lidiar con sus propias dosis de expectativas desde joven. Con solo 13 años fue fichado por el Real Madrid y allá se fue, solo, sin familia. El equipo estaba en horas bajas y aquel niño maravilla era la esperanza. Fue ahí que comenzó a protagonizar reportajes, entrevistas, noticias.
Llegó al primer equipo con 16 años para ganarlo todo en dos temporadas. En 2017 cayó el Eurobásket con Eslovenia. En 2018, el MVP y los títulos de la Euroliga y de la ACB. Ya en la NBA, ganó el premio al rookie del año en 2019. Dio guerra en los playoff en sus dos siguientes temporadas y se convirtió en perenne candidato al MVP. Y, ahora, en la cuarta, tan pronto como se empezaba a intuir cierta exigencia para dar un paso adelante en playoff, dio tres, o cuatro. Utah y Phoenix se fueron a casa tras cruzarse con él, y ahora espera Golden State.
El día antes del primer partido, de su debut en unas finales de conferencia, Doncic se estaba tomando una caña por San Francisco.
Pues eso.
Si algo me asombra de Doncic es esa capacidad para caminar por encima de lo que se espera de él, algo que lleva haciendo desde los 13 años. Esa seguridad en sí mismo muchas veces convertida en chulería. Da la sensación de que cualquier meta que se le ponga es poca. Como un saltador de altura que es consciente de que, cuanto más alta le pongamos esa barra, más alto va a saltar.
Él, por ahora, parece inmune a las expectativas. Pero no viene mal hacer hincapié en cual excepcional es eso, y en que la norma es otra. Para ser conscientes de la grandeza de Doncic. Y para valorar en su justa medida a los que se quedaron en el camino, en Coney Island y en otros tantos lados, sepultados por piedras en las que algún día inscribimos:
No llegaron tan lejos como nos hubiera gustado.