Make Sevilla great again
Las formas de Monchi (y de otros tantos) recuerdan mucho a las de un señor naranja
Han sido buenos días en la oficina del hooligan.
El espectáculo comenzó el pasado 21 de agosto en el Wanda Metropolitano, y los protagonistas fueron, quién si no, aficionados en la grada del Frente Atlético. Tras la derrota ante el Villarreal, unos cuantos la tomaron con Antoine Griezmann, que estaba ejercitándose con el resto de suplentes. La tensión escaló cuando Mario Hermoso salió a defender a su compañero. Y se lio.
En el Frente Atlético hay nazis, y eso bastaría para explicarlo todo. Porque los nazis hacen cosas nazis. O los energúmenos que comparten grada con nazis hacen cosas de energúmenos. Poco más que hablar, en principio.
Pero en esas llegó el domingo 28, y el Sevilla perdió 2-1 en Almería para confirmar un horrible inicio de liga, y Monchi, plenipotenciario director deportivo hispalense, se dirigió a la esquina de su afición. Soltó una arenga nada populista. Hizo luego que los jugadores del club saliesen del vestuario, como una forma, se supone, de que pidiesen perdón. Y, guinda al pastel, llamó a que la grada cantase el himno del Sevilla.
De diez, maravilloso, fantástico.
UN APARCAMIENTO EN ASHEVILLE
Antes de seguir, voy a tomar un pequeño desvío en forma de anécdota.
Hace unos años, andaba yo por Asheville, Carolina de Norte, e hice noche en el aparcamiento de un supermercado con la furgoneta. En EEUU es bastante habitual que en estos parkings al aire libre haya una, dos, tres personas pasando la noche con el coche. Decenas si es en California. No tienen casa y hacen vida ahí de forma regular. Son uno de los muchos márgenes de la sociedad estadounidense.
Ese día me encontré con un hombre de unos 50 años. Ajado, fastidiado. Nos pusimos a hablar y me contó su supuesta historia. Que había sido veterano de guerra en Somalia, en Bosnia, en Afganistán. Que sus años en conflictos de aquí y de allá le dejaron el famoso trastorno de estrés postraumático. Y que llevaba tiempo viviendo en su coche, pues a los años de dejar el servicio se había quedado sin casa, sin familia y sin dinero. Sin nada.
Llegó, en esas, la parte de la conversación que se me quedó grabada:
- Pero bueno, con suerte, algún día se acabará todo eso.
- Sí, esperemos —le respondí, pensando que hacía referencia a que lo que iba a terminar eran las guerras, ese papel de sheriff mundial que su país ejerce con impunidad… pero no—.
- Algún día se acabará toda esta mierda porque acabaremos con todos esos hijos de puta
Los hijos de puta, he ahí el concepto.
Sucede en los EEUU, y como buen ejemplo está este señor de Asheville, que décadas y décadas de patriotismo enfervorizado lo han convertido en un lugar paranoico, esquizoide. Un país en el que una parte considerable de su población divide el mundo entre los amigos y los enemigos de America, que cada vez son más. Y los hay, como él, que puede que acaben en un aparcamiento víctimas del sistema, que sufran la peor cara de un país que los llevó a la guerra para tirarlos luego como kleenex usados y que, pese a todo, siguen comprando que los culpables no están ahí, al ladito, sino que vienen de países lejanos. Que son los iranís, los afganos, los somalíes. Los hijos de puta.
Esto, claro, se ha conseguido con altas dosis de populismo y manipulación mediática. Con un fanatismo que no es que se tolere, sino que se fomenta y se fomenta y se fomenta desde gran parte del establishment y de la clase política, consciente de que puede sacar rédito de ahí. De que mediante gestos y llamadas al patriotismo, con unas cuantas banderitas y gorritas, uno puede entrar a formar parte de ese círculo privilegiado que es el de los no-hijos-de-puta.
LOS FONDOS DEL ESTADIO
Anécdota finalizada, digo: no sé qué es más llamativo, que el trato de algunos clubes de fútbol con parte de sus aficiones explique el de EEUU con sectores de su población, o viceversa.
Ambas relaciones —tóxicas, destinadas al fracaso, regalos envenenados— tienen sus similitudes. Monchi el fin de semana pasado, pero otros tantos directivos, entrenadores, presidentes y futbolistas en otras ocasiones, se han hecho con un sitio predilecto en los fondos a base de aspavientos y llamadas al carácter, a la épica, el espíritu y los cojones, a la afición que lo da todo y ante la que los jugadores tienen que rendir cuentas. Sus gestos y sus formas son el equivalente a ponerse una gorra de Make America Great Again. La cagaré, se lee entre líneas, pero soy de los vuestros.
Complacer, enardecer, convertir en interlocutores privilegiados a los que creen que el escudo es una cuestión de vida o muerte interesa, obvio. Para empezar, el que lo hace se libra de su crítica, las culpas por las derrotas van para otros. Y, para seguir, se abre un préstamo para que estos sigan apoyando al equipo de manera incondicional.
Ni todos los fondos son iguales ni su relación con los clubes es siempre la misma ni (mucho menos) hay nazis en cada uno de ellos. Pero, creo, tiene que haber un camino intermedio entre darle a la afición la importancia y la capacidad de decisión que merece, y el que se empodere a ciertos sectores por propio interés, hasta el punto de protagonizar actos disparatados: como el de hacer salir a los jugadores del vestuario para pedir perdón a la afición. Nadie debería promover que un grupo, por mucho que anime, se convierta en guardián único de las esencias de un club, en un jerarca con el poder de otorgar, o no, el perdón.
Apoyarse en ese patriotismo loco de club, además, suele conllevar problemas. Porque el populismo funciona, un rato. Pero cualquier día, por cualquier motivo, tras cualquier paso en falso, te puedes despertar en el lado equivocado de la trinchera que has ayudado a cavar. Les pasó a Mario Hermoso y Griezmann la semana pasada en el Wanda. Le ocurrió a Simeone, ídolo del Frente, hasta que decidió no hacer ascos al fichaje de Cristiano.
Otro buen ejemplo de ello está, de nuevo, en la política EEUU. Tuvo lugar cuando el exvicepresidente de Donald Trump, Mike Pence, se apartó de la loca deriva de su jefe, dejó de proclamar que las elecciones de 2020 habían sido un fraude y aceptó la derrota del Partido Republicano. Al poco, el Capitolio fue asaltado por masas a las que el trumpismo había enfervorizado y apoyado y empoderado. Lo hicieron al canto de “¡Colgad a Mike Pence!”. De repente, aquella lejana frontera que él también trazó puso a Mike Pence del lado equivocado. Se había convertido, cosas de la vida, en un hijo de puta.
Pese a tanta arenga y a tanto himno y a tanta historia, nadie le asegura a Monchi, o a los que actúan como él, que esa línea no los acabe por cruzar algún día.