Nueva York, el básquet y los amores imposibles
O cómo sería una peli de Woody Allen que hablase de NYC y baloncesto
Si Nueva York fuese una persona me la imagino egocéntrica, ridícula, narcisista, un poco como Woody Allen en Manhattan, desolada con que el baloncesto no le corresponda su amor. Ahí, sentada frente al puente de Queensboro, relata que te relata, a ti, a mí, los detalles de su drama con la canasta.
“Pero si tengo todo”, se quejaría. Y nosotros, sin ganas de decirle la verdad, miraríamos al suelo, o al infinito, o a donde fuese. Quizás, a la lata de cerveza que llevamos envuelta en bolsa de papel, pues esta Nueva York no es la de Woody Allen. No es la de Diane Keaton con su perro salchicha en brazos, la de conversaciones sobre Kierkegaard y Bergman, la de esos periodistas y escritores ricos —¿oxímoron?— por los que suspiran mujeres indecisas, inmaduras. No. Por suerte, esta ciudad que mira al baloncesto y vive por él tiene que ser otra, por mucho que sea igual de mística, igual de altiva. Por mucho que viva en la misma ensoñación que Woody Allen de que oportunidades le sobran y el amor está ahí para ella, a su disposición. Esta Nueva York, tampoco es que sea difícil, es más real que la de Manhattan, más popular.
“Pero si lo tengo todo”, repetiría esta nuestra Nueva York. “Pero si lo tengo todo: la ciudad, la historia, las canchas, la calle, los mitos; lo tengo todo, ¿y por qué? ¿Por qué el baloncesto no me corresponde? ¿Por qué, ahora, se va hasta Kyrie Irving se va y me deja así?”.
Y nos contaría los cuentos de siempre, las que ya sabemos y hemos escuchado tantas y tantas veces y volveríamos ahora a escuchar, como prestamos atención al amigo que vuelve sobre historias que cada vez están más lejanas, solo porque no ha habido nada más con lo que llenar su vida entretanto. Que si Rucker Park y Mannigault y Kareem Abdul-Jabbar, que si Willis Reed entrando cojo en el séptimo partido de las finales de 1970 para ganar el primer anillo de la historia de los Knicks, que si los títulos de Julius Erving en la ABA con los New York Nets.
“Pero si lo tengo t…” y ahí ya sí, le cortaríamos como Woody Allen hizo callar a Yale enfrente de un esqueleto en Manhattan, porque ya es demasiado y ya basta, y exaspera ver que alguien no hace ni atisbo de autocrítica.
- ¿Pero qué es lo que tienes?
- ¿Cómo?
- ¿Que qué es lo que tienes? ¿Qué piensas que tienes tú, Nueva York, para que algún día ese amor que tienes por el baloncesto se corresponda?
- Pues eso, la tradición…
- Ah, ¿y es que acaso no lo tiene Boston, no lo tiene Los Ángeles? ¿O Chicago? ¿O incluso la mierda de Flint?
- Sí, pero la historia…
Y lo cortaríamos otra vez para decirle que sí, que claro, que la historia, que Nueva York y los playgrounds y la madre que los parió, pero que ha racionalizado cada uno de esos relatos, desde hace medio siglo, para pensar que ahora sí, que este sí, que esta nueva aventura es correspondida y que por fin el básquet iba a abrazar a la ciudad. Pero que no la vida no funciona de esa manera.
- Pero es que…
- Pero nada, ¿o no te pasó en los ochenta con Bernard King, salido de Brooklyn, el que iba a ser el próximo héroe del Madison hasta que una lesión mandó todo al garete? ¿O con los Knicks de Pat Ewing? ¿O con la Universidad de St. John’s y Luis Felipe López, el Jordan dominicano que creció ahí, arriba, en los Washington Heights? ¿O hasta con Carmelo Anthony, de Red Hook, Brooklyn, que iba a llevar a los Knicks, por fin, al anillo? ¿O con Stephon Marbury y los Nets? ¿No llevas toda tu vida buscando redentores que, al final, te han dejado nada?
- …
- ¿No ves que eso es exactamente lo mismo que has hecho ahora con Kyrie Irving, todo ese cuento del chaval que se crio en Nueva York y llegaba a los Nets para darle el primer anillo a la ciudad en casi 50 años? ¿No ves que al final te ha dejado de la misma forma que todos te dejan? ¿No ves que, quizás, el problema no lo tienen ellos?
Y se haría el silencio, por fin, y solo se escucharían coches de fondo cruzando el puente de Queensboro. Y casi que por un momento, parecería que Nueva York hubiese tenido una epifanía: se habría dado cuenta de que está equivocada y que puede que el básquet no le deba nada. De que su aura quizás ya no sea tanta, y de que quizás, solo quizás, esos casi 50 años sin ganar nada significan algo. Por fin, ahí, se habría quedado ante un espejo de humildad. Uno que le muestra la verdad, que la ciudad no puede vivir de su caché para siempre. Ya no.
Pero, pipi-pipi, ya lo dijimos, esta no es la Nueva York de Woody Allen, y hay whatsapps, y volvería a sonar el teléfono, pipi-pipi, y caerían los mensajes con las últimas noticias: que Jonquel Jones, MVP de la WNBA en 2021, ha sido traspasada a las New York Liberty; que Breanna Stewart, la mejor jugadora de la actualidad, también ha firmado por la franquicia neoyorquina; y que lo mismo ha que Courtney Vandersloot, una de las bases más importantes de la liga; y que las tres se unirán a Sabrina Ionescu en el superproyecto de las Liberty. Todo por buscar su primer anillo de la WNBA tras 26 temporadas de búsqueda infructuosa. Enfrente, eso sí, tendrá a otro superequipo: Las Vegas Aces, recientes campeonas y reforzadas con estrellas del calibre Candace Parker y Alysha Clark.
Y Nueva York, ahí, sentada a nuestro lado, volvería a ver la luz, y el skyline otra vez le parecería lo más atractivo del mundo, y echaría un ojo a los barcos que pasan por el East River, qué bellos que son, qué gusto vivir aquí, cómo no va a ser esto el centro del mundo, del básquet, de todo. Y volvería, otra vez, a caer en la ensoñación de que el baloncesto está en deuda con ella.
- Ahora sí, está claro, este sí será el verano, ya veréis —diría, mientras sonríe de nuevo—. Porque quién no va a querer vivir aquí, mirad esto, qué espectáculo de luces. Qué ciudad, no hay color, me da igual lo que digáis. Y tenían que ser ellas, las Liberty, después de perder cuatro finales hace años, las que ahora trajeran un campeonato a casa. Claro que sí, ya está escrito, todo encaja. Es su momento, el de ellas.
Y esa Nueva York se iría, pasito a pasito por el paseo del río, encantada, otra vez, con su enésimo romance imposible. Ilusionada como se está en esos primeros días de enamoramiento en los que todo parece posible aunque, desde fuera, sepamos que todo apunta al fracaso que siempre.
Nos quedaríamos, tú, yo, en ese banco y esas vistas, la mirada puesta en el suelo, o en esa lata que ya se ha acabado. Y haría frío, y sería mejor irse para casa porque está visto que no hay nada que hacer con esta ciudad. Que el bucle sigue, y que Nueva York estará para siempre buscando amores imposibles en un baloncesto que, probablemente, nunca le corresponderá.
Antes de irnos, claro, tendrían que caer las palabras que siempre caen por mucho que nadie se las crea. “Oye, ojalá que esta le vaya bien”. “Sí, claro”. “Igual de esta sí”. “Sí, puede ser”. “Quién sabe”. “Por qué no”.
Pero estaríamos mintiendo. Porque ahí, en nuestra cabeza, tendríamos la certeza de que algo sucederá —una lesión, un enfado, un meteorito, un tiro que pam, hace la corbata y no entra— en esta temporada que tan ilusionante se presenta para las New York Liberty, para Las Vegas Aces y para toda una WNBA que babea con la rivalidad que se viene. Que algo pasará para que Nueva York vuelva a ver cómo su amor no es correspondido. Y que lo único que ha cambiado es una cosa: que NYC ha reiniciado otra vuelta más al bucle en el que se metió hace 50 años.
O, quién sabe, quizás esta sí es la buena, quizás si le vaya a ir bien. Porque tiene razón ella, al final, que las luces, este puente, la bruma, la historia, Rucker Park, la magia, Bernard King, Mannigault, el skyline, Nancy Lieberman, Coney Island, Spike Lee, West 4th y toda Nueva York se merecen algo. Un anillo, una celebración, una alegría fugaz. Un romance que nos demuestre que estábamos todos equivocados y que el amor, por una vez, no ha sido imposible.
Parece complicado. Pero, oye, ojalá que le vaya bien. Quién sabe. Por qué no. Puede ser.