Al final, como dicen los historiadores del arte, el valor no va a estar en la obra, sino en la mirada.
Porque respecto a la obra del Mundial de Catar 2022, fuera de lo estrictamente futbolístico, ha habido pocas dudas. Visto desde donde se impuso, desde arriba, fue un poquito, un mucho, como decirlo, mierda. Ya se sabe. Sobornos de toda índole para hacer valer la candidatura, miles de muertos en la construcción de los estadios, los focos para un país que se pasa por el forro los derechos humanos y que negó cualquier defensa de estos durante el torneo.
Ahí, como símbolo resumen de la imposición, el sexy batín de transparencias que le vistieron a Messi antes de levantar el título. Una fotografía perfecta para explicar cómo de infame fue la construcción —otra vez, de arriba abajo—, de la Copa del Mundo de Catar. La excusa de un régimen para blanquear su imagen apostando a que, pasase lo que pasase, nos iba a tener a muchos enganchados a la televisión.
Pero, y aquí empezamos a darle una vuelta al asunto: ¿es esta la única mirada posible sobre lo que significó el Mundial de Catar 2022, más allá del puro juego?
Creo que no. Porque, me parece, esta Copa del Mundo dejó otro relato, enfrentado al ya comentado y que caminó en dirección opuesta: desde abajo hacia arriba. El de unas historias que acabaron por tomar el torneo para representar a los que nunca tienen representación. Porque el fútbol, probablemente por encima de cualquier otro deporte, cuenta con una ventaja: surge, en gran parte, desde la base, desde lo popular, y esto permite contar las historias desde esa perspectiva.
Y, quizás, cabría hacer una reflexión: si la mejor crítica que se puede hacer a un evento deportivo como el Mundial no es renegar de él por cómo se impuso; sino reivindicar lo que, pese a todo, se construyó en él desde abajo. Si, en vez de apartar la mirada del próximo Catar 2022, no sería mejor trabajar en orientarla a través de un punto de vista más justo.
Otra mirada para el Mundial 2022
Y antes de explicarme, un pequeño desvío previo.
En “Una historia diferente de la literatura europea”, el crítico literario italiano Armando Gnisci propuso una idea que, creo, viene al pelo aquí. Gnisci, en su búsqueda de una vía para narrar la literatura mundial de una manera justa y que no se basase en el relato de cómo las literaturas imperialistas —las de España y Portugal primero; las de Inglaterra, Francia y EEUU después— acabaron por colonizar las del resto del mundo, abogó no por obviar su influencia, sino por contar la historia a la inversa: el de cómo las culturas colonizadas acabaron influyendo en esas metrópolis. O sea, cómo la literatura latinoamericana cambió para siempre la de España, cómo la cultura de los esclavos africanos influyó en lo que es EEUU, cómo —si pasamos el ejemplo a la música— los sonidos de la migración jamaicana dio un giro a la música británica y, por extensión, a la mundial.
A esta idea, Gnisci la llamó “poética de la descolonización”. Según él, serviría no solo para dejar de ver de forma unidireccional la historia de la literatura —como una imposición de Europa al resto del mundo—; sino para poner en valor las culturas periféricas y crear una historia en la que se hablase de esclavismo, de invasiones, de pobreza, de racismo. Se trata de cambiar la mirada, la perspectiva. De contar una historia más justa y desde abajo.
Y ya volviendo al fútbol, me pregunto: ¿no se podría aplicar ese mismo cambio de mirada al Mundial?
Porque más allá de la imposición, de los sobornos, de la infamia y las muertes, del batín y de los jeques y la prohibición de llevar brazaletes arcoíris, Catar 2022 fue un gran escenario para las historias que fluyeron de abajo arriba y que explicaron, desde esa perspectiva, el mundo.
Francia, por ejemplo, contó lo que casi no se explica en su política, o en su cine, o en su literatura mainstream. Porque si la imagen que transmite el país galo de sí mismo es Emmanuel Macron y Michel Houllebecq y Marion Cotillard, ¿no es con el deporte cuando Francia deja ver su otra cara, la no blanca? ¿No son los Mundiales y los Europeos el único momento en el que oímos hablar de banlieus y las periferias de París, fuera de las revueltas y la quema de coches de cada equis años? ¿No es cuando de verdad se ve que Francia es negra y árabe y multicolor y mestiza, que es Mbappé, Konaté y Tchouamenei y Benzema y Hernández? ¿No es cada Mundial o Eurocopa la oportunidad para los de abajo de protagonizar el relato y que la historia de Francia se cuente desde, por una vez, los márgenes, desde el racismo, la depauperación, las pateras y las migraciones?
¿Y Marruecos? Con sus estrellas nacidas en Canadá, en Móstoles, en Países Bajos. Con Abde, un chico de Elche, que sale desde el banquillo; con un entrenador nacido en Francia. Con el apoyo del barrio de Molenbeek en Bruselas, del Raval. De las banlieus de París como la protesta de “los hijos ilegítimos ante el padre que no los reconoce ni les da su lugar”. Catar 2022 puso en prime time a la diáspora de todo un país y obligó a Bélgica, a España, a Francia y a Países Bajos a asumir que ese otro país que apareció de repente en cada victoria marroquí también era su país, que esos también son sus conciudadanos. Las puso ante el espejo de que, quizás, oh, sorpresa, increíble, no son tan integradores, tan poco racistas como decían ser.
¿No es cada torneo internacional de Suiza el momento en el que se nos recuerda los orígenes albaneses y africanos y turcos de gran parte de un país que se ve y se hace ver de otra manera muy diferente?
¿No fue este Mundial, en definitiva, un momento para las historias y la verdad de los que nunca pueden contarlas?
Contar desde abajo
El fútbol y otros deportes cuentan con una cualidad única: su construcción desde abajo. Y aunque sean una herramienta perfecta para el poder, un instrumento que le va como anillo al dedo al dinero y del negocio, hay algo que reside ahí, en el fondo, al menos por ahora, y es que muchos de sus protagonistas surgen de lo popular. Eso es lo que permite que, especialmente en un torneo de selecciones, los márgenes le den la vuelta al relato y cuenten la historia desde su perspectiva.
Fue así que este Mundial puso a muchos estados ante el espejo: ante su identidad real, ante su racismo, ante su verdad histórica vista desde una perspectiva que nunca se tiene en cuenta.
Por eso, creo, centrar la mirada únicamente en la crítica a cómo Catar 2022 se impuso desde arriba —aunque sea totalmente necesaria, ojo—, puede ser contraproducente. Es dejar que ese relato se imponga como el batín se le impuso a Messi. Es silenciar el momento en el que hablan las banlieus, Molenbeek y personas como Achraf Hakimi con dos banderas pintadas en la cara. Es callar el momento en el que hablan los márgenes. Sería hacerse el longuis, cuatro años más, con una historia que Europa no se quiere contar.
Porque, o esa es la sensación que me ha dejado este Mundial, puede que el fútbol sea un opio, pero sigue siendo, aunque solo sea un poco, un poquito, del pueblo. Y más que apartar la mirada de lo que en él se cuenta, simplemente habría que reorientarla para escuchar a quienes hay que escuchar.