Si todo esto hubiese sido un partido de fútbol
Quizás, ellos, los canallas, podrían haber ganado; pero esto fue mucho más que un partido de fútbol
Si todo esto hubiese sido un partido de fútbol, solo un partido de fútbol, está muy claro qué tipo de equipo sería cada uno, qué papel jugaría. Él, ellos, muy conscientes de que tenían que salir no a la defensiva, sino a que no jugase, a que el encuentro acabase justo después de haberse pitado el inicio, sentaron el tono desde el minuto uno. Intimidar, pegar, esa era la directriz. Decir que no, que aquí no se juega nada, como cuando Rubén Navarro, dirtiest motherfucker ever, le pegó un codazo en el minuto 0 de un Levante – Dépor a Valerón. Al violento, irascible y sucio Valerón.
“No hagamos caso a los tontos y a los idiotas” fue el codazo, el primer toquecito. “No hagamos caso y disfrutemos de lo bueno. Si hay tontos, que sigan con sus tonterías. Vamos a hacer caso a los que no son tontos”. Llegaron luego las disculpas que no fueron disculpas, el yo sé que te he pegado pero te voy a decir que fue sin querer, el arbi, es la primera, no me jodas. Sacar un comunicado afirmando que ella dijo lo que no dijo, juego subterráneo.
Mientras, ellas, el equipo que se quiso dedicar a lo suyo —a jugar y ganar y celebrar— hizo lo que debía: esperar.
Y si esto hubiese sido un partido de fútbol, ella, que sí, que sabe lo que hace con un balón y para verlo solo hace falta pararse diez minutos ante la tele, en vez de bajar a pedirlo, en vez de desesperarse y apurar los tiempos, tiró de pausa. Ahí, en tres cuartos, donde las que saben, las buenas, la tienen que recibir. Y cuando la bola le llegó a los tres días, cuando le tenía que llegar, pim-pam, triangulación y primer aviso: a partir de ahí el sindicato hablaría por ella. Toque de atención del equipo que jugaba a algo, que merecía y que debía ganar. El mensaje: no se amilanaban.
La respuesta de los otros fue la que siempre dan los de su calaña. Y de haber sido esto un partido, ya acosados y encerrados en su área, colgados del larguero, sacaron todo su repertorio de las malas artes, las peores, como si Fernando Hierro, Roy Keane, Matterazzi y Goikoetxea estuviesen moviendo los hilos desde la zaga —aunque todo tenía mucha menos clase y era infinitamente más cutre, porque el que los movía era Matallanas.
Y comenzó la guerra. Sucia, muy sucia. Y aquella demencial rueda de prensa fue un recital de patadas, escupitajos, teatro y provocaciones bajo el que seguía habiendo un mismo objetivo: que nada se moviese, que todo se acabase y que ellos se saliesen con la suya, con la victoria más pírrica jamás contada. Fue como aquel Madrid desquiciado de Mourinho aplaudido, sí, palmeado desde los asientos por unos Ultrasur con puestos de seleccionador nacional. Aunque estos, tal fue el esperpento, casi que ni tuvieron tiempo para enterrar las palmas en lo más profundo de la tierra. Y es que ni el más forofo, y mira que lo son, porque mira que lo son, puede aplaudir tal basura cuando una cámara le enfoca.
Ellas habían seguido a lo suyo. A esperar, a jugar, a moverse cuando tenían que moverse. Y cuando tocó, pim-pam, pim-pam, otra triangulación, esta en la que entraron más, unas 80, y al unísono dijeron que se acabó. Que gol, que 1-0 y que para casa, chico, que va siendo hora.
Ahogado ya, el último recurso de su rival —si todo esto hubiese sido un partido, recuerda— fue sacar a lo peor, a lo que les quedaba, a la escoria, a esa que ya sale con el único objetivo de pegar, de vengarse, de que por lo menos te jodas y te duela. Pero ver salir a Alvise y a Negre es advertir ya la derrota, porque nadie con ellos puede ganar nada, y peor aún: representan la forma de perder más falta de clase a la que uno puede aspirar. Es apartar la mano, tirar la medalla y patalear como un bobo.
Y si todo esto hubiese sido un partido de fútbol, fíjate cómo es este juego, igual hasta ellos, los canallas, lo hubiesen ganado. Porque sí, porque eso es lo bonito de este deporte, que hasta los más miserables, los más rastreros, los más hijoputas pueden ganar. Porque en el fútbol no hay justicia poética, ni merecimientos, ni deudas con nadie ni nada, mucho menos con el que honra el propio fútbol. Porque no vale nada más que ganar y que la pelotita entre dentro de los tres palos. Y, a veces, a los canallas les entra, por mucho que nos joda o todo lo contrario.
Pero el caso es que ellas no estaban jugando un partido de fútbol. O no solo. Igual que tampoco estaban jugando, o no solo, un partido de baloncesto las jugadoras de las Atlanta Dream de la WNBA cuando hicieron frente y expulsaron a la dueña (racista) de su franquicia. Igual que tampoco estaba peleando por una medalla Simone Biles cuando se retiró de una final olímpica por su salud mental, aunque a algún columnista (patético) le pareciese síntoma de la debilidad de los tiempos. Igual que tampoco Faith Kipyegon corre contra sus rivales y contra el reloj, sino a favor de muchas otras mujeres. Igual que ellas, Jenni Hermoso, sus 22 compañeras en un Mundial para la historia, las que decidieron no acudir y las que tiempo atrás soñaron con hacerlo, todas estaban jugando por algo más.
Y ese partido que no solo era un partido de fútbol, pim-pam-pum, pim-pam-pum, hace tiempo que lo tienen ganado. Puede que su rival y todavía otros muchos como un tal Carvajal no se hayan dado cuenta, pero en todos estos partidos que no son partidos sino que son algo mucho más importante, en todos estos duelos en los que se juega por las que están por venir y ellas ponen en riesgo lo que tienen, la norma — en la WNBA, en unos Juegos, en todo este levantamiento de mierda que se ha generado en torno a Rubiales, en el deporte femenino en general — viene siendo que ganen las que lo merecen.
La norma viene siendo que haya justicia poética. Y, qué coño, prosaica: ellas ganan, pierden los hijoputas.