Vivir a lo charrúa: antes el despido que otro túnel
Considérate uruguayo si... prefieres perder el trabajo antes de que te hagan un caño
Era 16 de noviembre, el bar estaba a reventar de argentinos y su silencio lo decía todo desde que Darwin Núñez había puesto el 0-2 en el marcador. Uruguay cortaba la racha de 17 partidos consecutivos ganados de Argentina —la de Messi, Scaloni y el Mundial, la que ganaría días después en Maracaná—, y lo hacía en La Bombonera, en Buenos Aires, en la casa misma del rival. Una gesta charrúa en esto de la pelotita. Otra más.
Soy cotilla, muy cotilla, y la oreja se me fue a la conversación de la mesa de al lado. Giraba en torno a la pregunta de cómo es posible que un país así, tan pequeño —3,4 millones de habitantes, 1,3 de ellos en Montevideo, exactamente—, sea capaz de tales heroicidades en los campos de fútbol. Del Maracanazo en 1950, a aquel viaje por el Mundial de 2010, ahora a esto. Se plantearon en la mesa varias teorías. Algunas muy elaboradas, otras que no lo eran en absoluto. Se explicaron diferentes aspectos, historias, suposiciones. No conozco la conclusión a la que llegaron porque yo ya había apagado la parabólica. Tenía, ya conmigo, la solución al problema. Me llegó sencilla, cortita, al pie.
Y es que, en ese momento, me acordé de mi amigo Manu.
Pensé en él, en Manu, porque no tengo mayor referencia en mi vida para entender el fútbol uruguayo en lo concreto y lo uruguayo en general —y eso que por mi vida han pasado Walter Pandiani y Eduardo Galeano, ahí es nada. Manu no es escritor, no va tan bien de cabeza como El Rifle, ni siquiera es camionero. Es de Cordón, Montevideo. De Peñarol, por supuesto. Un tipo normal. Trashumante, canchero, buena onda. Un pelín canalla, callejero. Y vaya donde vaya, Manu ejerce de futbolista de tiempos libres y profesor de cultura futbolística uruguaya. Con él aprendí que lo de ser charrúa va de eso, de no achicarse cuando hay un balón de por medio, de venirse arriba ante la posibilidad de una gesta. ¿Maracaná? Psé. ¿La Bombonera? Ni pa’ tanto. ¿Messi? Bueeeno, en peores nos hemos visto.
Hace unos nueve años Manu llegó a San Francisco sin inglés ni nada que se le pareciese, pero al toque pasó a dar lecciones teóricas básicas de uruguayidad. Fue de lo glamuroso a lo terrenal. Del “los de afuera son de palo” a encuentros de segunda división suspendidos por un grupo de vacas que no abandonaban el campo. Llegaron más tarde las clases prácticas. Tacklings carniceros a costa de poner en riesgo las tibias y peronés de sus más queridos, porque cuando hay un balón de por medio no hay nada más. Tardes solitarias en las que cometía el suicidio de verse un Ponferrada-Dépor solo por seguir a los equipos de sus amigos, porque el fútbol lo es todo. Pasó años en California viviendo en una furgoneta, luego también en un barco, se fue a la montaña, tuvo los trabajos más pintorescos, algunos bien duros. Pero tuvo una compañera de la que nunca se separó: la pelotita.
Siguieron juntos, de hecho, pese a que la adaptación al soccer tuviese su punto traumático. Durante sus primeros meses, cada vez que llegaba de jugar su partido con un grupo de mexicanos, centroamericanos y argentinos según salían de la obra, el resumen no variaba al entrar por la puerta:
- ¡Che, me expulsaron!
En su primer entrenamiento en la escuela de árbitros de San Francisco —intento fugaz e ilusorio, visto lo visto, para ganarse la vida con el fútbol— acabó a puñetazos con un ruso en la salida de un córner. Hace no mucho, casi se tiene que despedir de su última aventura por romperse un tendón de Aquiles jugando con El Molar de Tercera Regional madrileña. Es como si Manu nunca le soltase la mano al fútbol aunque este, a veces, le pusiese la zancadilla. ¿Y qué hay más uruguayo que eso?
Ninguna de esas zancadillas estuvo al nivel de la que le puso, cierto día, en una de las pachangas semanales de San Francisco. Todo comenzó con el hijo de su jefe, un diez muy fino, origen argentino, tirándole un caño a Manu. Fue una mala idea, pero había una peor: intentarlo otra vez. A la que el hijo del jefe intentó tirarle un segundo túnel, el balón pasó, pero todo lo charrúa que hay en el pecho de Manu evitó que el chico pasase. La patada debió ser de época, el diez voló, el jefe salió corriendo quién sabe si a socorrer a su hijo o a matar a su empleado y Manu vio cómo, junto al chaval, salía disparado por los aires su futuro laboral.
Al volver del partido, por una vez, hubo un resumen nuevo de la jornada futbolística:
- Nah, boludo, otro caño más sí que no. Fui al piso y ¡ZAS! Cuando lo vi volar, pensé: ¡adiós, laburo!
Tamaño milagro que ni bajase Obdulio Varela a verlo, Manu pudo mantener su trabajo y seguir buscando el oro de California, que era para lo que había llegado a aquel lugar. Los hay con suerte, y él suele ser uno de ellos. Pero cuando yo vi a la selección de Uruguay asaltar La Bombonera, pegarle a Messi, insultarlo a él y a todos sus amigos, y salir de Buenos Aires indemne como el único equipo ha tumbado a la Argentina de Scaloni en no sé cuánto tiempo, lo cierto es que nada me sorprendió. Hasta me pareció poca cosa, que queréis que os diga. En este siglo XXI en el que se sacraliza lo laboral, yo conocí un uruguayo que prefirió perder un trabajo antes de que un argentino le tirasen un segundo caño.
Salud, Manolo.