Perder es una mierda (y esa es la belleza del deporte)
¿No estamos intentando vivir el deporte sin su pedacito de muerte, que es la derrota?
Perder es parte del proceso. Esta derrota nos unirá más. Lo importante, ahora, es aprender de los errores. Utilizaremos este golpe para ser mejores, volveremos más fuertes. Juegan [inserte aquí un número] y solo gana uno. Perder es lo normal, es parte del juego, es necesario, te humaniza. Esta derrota nos ayudará si la utilizamos a nuestro favor. Lo que no te mata te hace más fuerte. Saldremos reforzados. Perder no es tan importante como lo que haces para sobreponerte a esa derrota. La derrota solo son pasos hacia la victoria.
Bueno, pues sí, puede ser. O no. Porque perder, ante todo, es una mierda.
Vamos al pasado 27 de abril, siguiendo la sana pero involuntaria costumbre que esta newsletter tiene de llegar tarde a las cosas. Horas después de que se consumase el batacazo de sus Milwaukee Bucks en primera ronda de los playoff de la NBA, Giannis Antetokounmpo se hizo viral. ¿Por un mate, por un contraataque, por un tapón, por un tiro fallado? No, por su respuesta a un periodista.
Este le había preguntado si la temporada de los muy favoritos Bucks era “un fracaso” por caer a las primeras de cambio ante unos Miami Heat que venían, por decir algo, de tapados; y Giannis dijo que no. Dijo que en “el deporte no existe el fracaso”. Que, más que fracasos, lo que hay son “pasos hacia el éxito”.
Aunque muy aplaudido dentro y fuera del deporte profesional, el discurso de Giannis es para mí un sí pero no. Sí, porque es cierto que la palabra fracaso se ha banalizado de tanto utilizarla. Sí, porque ese término no puede convertirse en antónimo de ganar, siquiera de éxito. Sí, porque es cierto que Michael Jordan jugó 16 años y ganó seis anillos, y no por ello fracasó en las otras diez temporadas. Sí, porque pocas cosas en deporte deberían ser catalogadas como fracaso —más allá de que, igual, lo de los Bucks este año sí lo fue—. Y sí, porque esta forma de ver el deporte en la que no todo es blanco o negro, no todo es ganar o fracasar, es una más saludable, constructiva, humana y razonable.
Pero no, y he aquí a donde quería llegar, porque me parece que el discurso de Giannis adolece, en cierto modo, de un síntoma muy común en el deporte actual: obviar la negatividad que conlleva la derrota.
Porque, creo, en los últimos tiempos tendemos a desnaturalizar la derrota, a obviar la herida y el dolor que supone perder. Todo son frases y vericuetos mentales para llegar a una conclusión donde solo exista positividad. Perder es solo un paso hacia la victoria, pegársela es un aprendizaje para no pegársela de nuevo, fracasar es el camino para triunfar. No hay espacio para la negatividad y la consigna es extraer siempre algo positivo incluso de las peores de las derrotas.
Y se nos olvida que, a veces, perder no mola, no mola nada, en absoluto. Que perder puede ser terrible, un golpe, un varapalo, una hostia de la que sea imposible recuperarse y en la que no se pueda encontrar positividad por mucho que se escarbe. Se nos olvida que hay pérdidas que no se pueden utilizar para aprender ni para mejorar ni para salir mejores, y que no son un paso hacia nada salvo hacia perder otra vez y otra vez y, por qué no, otra vez.
A veces, creo, se nos está olvidando que perder es una mierda. Y obviamos, por extensión, que esa negatividad que conlleva la derrota es parte fundamental para la belleza del deporte.
Salvar lo bello
En su libro La salvación de lo bello, Byung-Chul Han, que lleva años filosofando sobre las consecuencias de lo que considera un exceso de positividad en las sociedades actuals, decidió centrar su objetivo en el campo del arte y la estética. Lo hizo para reclamar, precisamente, que se le volviese a otorgar al concepto de lo bello su parte de negatividad.
A través de un repaso de lo que ha significado en diversos momentos de la humanidad, Han afirma que lo bello no siempre ha sido sinónimo de lo estéticamente agradable y bonito, sino que por bello se entendió aquello que contaba también con un componente negativo, de golpe, de algo que te removía y no siempre para bien. De igual manera que la vida solo es vida porque existe la muerte, “de la experiencia [estética] forma parte necesaria la negatividad del verse conmocionado y arrebatado, la negatividad de la vulneración”. Porque “sin herida no hay poesía ni arte”. Y porque “sin dolor ni vulneración prosigue lo igual, lo que nos resulta familiar, lo habitual”.
Nuestras sociedades, explica Han, han intentado poner al servicio del sujeto esa herida que lo bello provoca y convertirla en algo “instrumentalizable”. Algo que dominar, algo de lo que aprovecharnos.
Es decir: lo bello ha transmutado en lo agradable y su herida, la parte negativa que toda belleza conlleva, solo tiene cabida en nuestro mundo cuando la podemos utilizar a nuestro favor, cuando la podemos transformar en positividad.
Y me pregunto: ¿no hemos hecho lo mismo en el deporte con la derrota? ¿No estamos intentando instrumentalizarla, domarla y someterla, obviando la herida que provoca y convirtiéndola en un activo de pura positividad, en algo de lo que aprender, en un paso hacia el éxito, en parte del proceso que lleva a la victoria? ¿No estamos intentando vivir el deporte sin su pedacito de muerte, que es la derrota?
Pogačar y la belleza del derrotado
Por supuesto, esto de que existan las derrotas en las que no es posible encontrar atisbo de positividad es más fácil de asumir siendo del Dépor, pero creo que hay que hacer cierta pedagogía con que perder —por mucho que haya que intentar levantarse, por mucho que admiremos a tipos como Roglic, por mucho que haya verdad en el mensaje de Antetokounmpo— es, en ocasiones, simplemente una mierda.
Se debe entender que hay derrotas que están por encima de nosotros, que nos superan. Que son trágicas e injustas e inmerecidas, e imposibles de edulcorar hasta con kilos de frases de autoayuda. Que hay derrotas de las que no se puede extraer nada salvo la frustración de buscar donde no hay. Que los descalabros existen y que, de hecho, son una parte inherente de la belleza del deporte porque remueven, porque conmocionan, porque marcan. Porque, joder, nos emocionan.
Hace cosa de dos días, los aficionados al ciclismo presenciamos cómo Tadej Pogačar se derrumbaba hasta su último cimiento en el ascenso al Col de la Loze, en la etapa 17 del Tour de Francia. Fue la derrota sin paliativos de un coloso, aniquilado por una máquina llamada Jonas Vingegaard. Y justo ahí, en el inicio de sus ocho kilómetros de via crucis hasta la cima, el esloveno pronunció por su radio cuatro palabras que pasarán a la historia como el símbolo de su caída: “I’m gone, I’m dead”.
Esas cuatro palabras, esa imagen, esa eterna agonía hasta la cima, creo, hicieron sentir más que ochocientas victorias. Representaron una herida que nos hirió a todos y de las que muchos nos acordaremos toda la vida. Honraron esa otra cara de la belleza del deporte: la del vencido y su herida, la de la caída y el hundimiento, la de la derrota que no tiene más función ni posibilidad ni aprovechamiento que la propia derrota.
Porque hasta en esto ha sido el mejor, Pogačar nos lo explicó en el Col de la Loze: perder es una mierda, y por eso mismo hay tanta belleza en el deporte.